martes, julio 19, 2005

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA FORMACIÓN DOCTRINAL DEL CATÓLICO MONTEVIDEANO (Lic. Néstor Martínez)

Dios es Amor, y el que vive en el amor vive en Dios, y Dios vive en él. El Absoluto de Dios se manifiesta justamente en su infinita capacidad de amor, de perdón y de misericordia. Ésa es la novedad cristiana que no se deja embretar en ninguna condicionante cultural ni histórica.

Eso es lo que hace que el Evangelio no pueda jamás ser un punto de vista ni algo sujeto al cambio. Dios nunca dejará de ser Aquel que nos ha creado, que nos ha amado tanto que ha entregado a su Hijo, el cual ha muerto en la cruz por nuestros pecados, y Aquel que ha enviado a nuestros corazones al Espíritu Santo para hacer nuevas todas las cosas.

El tiempo y la historia tienen su origen y su fin último en el amor trinitario y están regidos desde siempre por el designio eterno e inmutable de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en el cielo y lo que está en la tierra”. Desde toda la eternidad la humanidad está ordenada a ser Iglesia, es decir, Cuerpo de Cristo, para gloria del Padre en el Espíritu Santo.

El sentido último de la historia no es tanto ir adaptando este mensaje a las diversas situaciones y culturas, cuando ir recapitulando las diversas manifestaciones de lo humano en el único Misterio que antecede y trasciende a la historia y a todos los tiempos. La movilidad que experimentamos en lo humano es sólo un aspecto de la ejecución de un Designio que Dios contempla desde su inmutable e inefable Eternidad y que a nosotros nos ha sido revelado de una vez para siempre en Jesucristo, que es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”.

Esa inmutabilidad absoluta del ser trinitario y del plan de salvación revelado por Dios en Cristo, según el cual Él regula desde la Eternidad la dinámica de la historia armoniza plenamente con lo que la filosofía realista, la filosofía del ser, nos dice sobre la inmutabilidad de la naturaleza divina y la irreductibilidad del ser al mero devenir, contra todas las variaciones del heraclitismo que se han dado a lo largo de la historia de la filosofía.

Fuera de esta revelación del amor de Dios en Jesucristo la aventura humana, cargada de tantos bienes con que el hombre ha sido enriquecido desde la Creación, queda sin embargo abocada, de hecho, a la oscuridad y la desesperación, al vacío último de sentido. Cuanto más blasona el ser humano de su libertad autónoma y de su capacidad para dar un sentido a la existencia al margen de Dios y de Cristo, más se va convirtiendo la historia humana en el escenario del desamor y de las múltiples formas del fratricidio.

Nuestra época bien podría aspirar a un carácter paradigmático en cuanto a ese vínculo entre negación de Dios y de Cristo, carencia de sentido de la existencia, y desarrollo sin par de la lógica homicida que surge del rechazo del plan de Dios.

Es como si el ser humano intentase borrar hasta el último vestigio de la presencia de Dios en el mundo, de ese Dios cuyo designio amoroso ha rechazado en nombre de la falsa libertad. Pero el último “vestigio” de Dios que queda es nada menos que su Imagen, el hombre mismo. La “naturaleza humana” expresa, mirada a la luz de la fe, la imagen de Dios en el hombre, el centro mismo del plan de Dios, que ha creado todas las cosas por Cristo y para Cristo, el Verbo de Dios hecho hombre. La humanidad entra entonces en una especie de vértigo suicida que llega a querer borrar la noción misma de una naturaleza humana para convertir al hombre simplemente en materia prima manipulable de la “libertad”, que en realidad se parece cada vez más a una reacción instintiva incontrolable.

Es cierto que se nos pide mirar este hecho desde la fe y la esperanza radicales que se fundan precisamente en el designio amoroso de Dios manifestado en Jesucristo. Por eso mismo es que no tenemos ningún otro lugar desde donde mirarlo, y que debemos cuidar muy bien de que nuestra percepción no se vea reconducida a las formas de pensar propias del “hombre viejo”, por la seducción de las ideologías de moda.

Contemplamos así que hoy día se extiende un pensamiento “políticamente correcto” que hace una nueva y extraña alianza entre liberalismo y marxismo. La “perspectiva del género” es la ideología que conjuga, por un lado, la crítica de la familia como institución opresora inaugurada por el marxismo, con el concepto individualista de la “libertad” propio de las tradiciones liberales. Se percibe fuertemente la influencia del programa neomarxista de Gramsci consistente en la destrucción del sentido común, la filosofía realista, la familia, y la Iglesia, como pasos previos indispensables a la “hegemonía cultural” que debería llevar al poder a las elites revolucionarias. El concepto de “naturaleza humana” es atacado violentamente tanto desde el historicismo marxista como desde el nihilismo existencialista, cuyos restos flotan aún en el naufragio de la “modernidad”. El “progresismo” estadounidense, los países ricos con su proyecto de control poblacional, la ONU, y la izquierda mundial aparecen allí mancomunados en una alianza de contornos difusos pero innegables.

Bajo este alero ideológico se cobijan las propuestas que nos conmueven todos los días desde los medios de comunicación: despenalización y legalización del aborto, de la eutanasia, matrimonios homosexuales con capacidad de adopción de niños, fomento de la sexualidad adolescente mediante distribuciones de preservativos y “educación sexual” al margen de los padres, proyectos de manipulación genética en los que el ser humano pierde totalmente su dignidad y que posibilitan por un lado la destrucción masiva de embriones, es decir, seres humanos ya concebidos, y por otro, el viejo sueño de manipular la naturaleza humana para terminar finalmente creando “golems” que gratifiquen el deseo diabólico de “ser como dioses”.

Junto con esto se difunden propuestas de defensa de los derechos de los animales, a veces por parte de los mismos que llevan el “derecho de abortar” hasta formas de declarado infanticidio, que debería estar según ellos permitido a los padres en los primeros meses de vida del hijo. En esta sociedad de la globalización estamos siendo todos testigos, vía televisión, de cómo el sistema legal estadounidense asesina en público a una mujer que ha vivido los últimos años de su vida en estado vegetativo, retirándole, no los tratamientos extraordinarios que podrían significar un “ensañamiento terapéutico”, sino simplemente la alimentación, para que muera de hambre y sed, ante la impotencia de parte de su familia, pues se juzga que su vida no vale la pena de ser vivida.

Es obvio que juntamente con todo esto, se perpetúa el mal de la pobreza y la miseria de la mayor parte de los habitantes del planeta. Es parte de la misma lógica homicida que ve en el ser humano mismo, tal como ha salido de las manos de Dios, un obstáculo para la “libertad”. ¿Cómo esperar lógicamente que se respeten los mínimos derechos de los adultos si no se respeta el elemental derecho a la vida del que aún no ha nacido?

La angustia que provocan las situaciones de miseria a nuestro alrededor lleva a veces a centrar todo en el drama económico, y eso hace que se reduzca peligrosamente el campo visual de aquellos que quieren contribuir a la mejora de la situación de las personas. El pragmatismo y la eficacia tomados como objetivos supremos llevan a la ceguera respecto de la amenaza tremenda que se cierne cada vez más sobre todas las sociedades del planeta. Se puede entrever confusamente, pensamos, que es la amenaza de una especie de imperio mundial animado por una filosofía o ideología centrada precisamente en el rechazo de la naturaleza humana, el imperio de la auto-creación del hombre que es en realidad la expresión máxima del sometimiento del hombre por el otro hombre. Orwell y Huxley habrán sido finalmente y lamentablemente, profetas de este “nuevo tiempo” que es nuevo ante todo en el grado de demencia con que intenta cortar todo vínculo con el Creador.

No son tiempos éstos, entonces, para confusiones y ambigüedades en la percepción de fe que los cristianos tenemos de la realidad. Sin embargo, la inmensa y negra ola de la cultura anti-vida adveniente se alza sobre una comunidad cristiana que se ha caracterizado precisamente en los últimos decenios por una afición a poner en duda todas sus certezas, a relativizar en lo posible sus propios fundamentos, a dar de entrada por supuesta la excelencia de las intenciones, las propuestas, los métodos, que surgiesen de ambientes contrarios a su fe, a ejercer el juicio crítico solamente “ad intra” con los representantes oficiales del Magisterio eclesiástico, que tiene sin embargo la tarea precisamente de guiar a la Iglesia en el cumplimiento de su misión, y para nada “ad extra”, hacia ese “mundo” que tal vez se consideró con demasiado optimismo y que hoy nos revela un rostro que es muy difícil de integrar como signo positivo de los tiempos.

Un catolicismo embretado por esquemas ideológicos ajenos a la fe cristiana no sería capaz de hacer frente a la tremenda marejada que nos traen los tiempos actuales. Sólo la unidad en la fe de la Iglesia puede darnos la posibilidad de actuar y responder como cuerpo ante el desafío presente.

La mentalidad y la filosofía relativistas, tan extendidas en nuestro medio, obstaculizan la manifestación de la novedad del Evangelio. La fe cristiana es incompatible con una filosofía relativista o del puro devenir de todas las cosas. Esa filosofía es sin embargo la que se presenta, al menos, como el modo de pensar preponderante en nuestra sociedad. La misión eclesial pierde todo sentido en el contexto de un pensamiento para el cual no existe una verdad absoluta o no se puede conocer con fundamento. La misma existencia humana queda sin significado si no hay algo absoluto a lo cual dirigir la vida y en lo cual dar razón última de las opciones vitales más importantes.

Pero si el ataque se dirige hoy día a los fundamentos mismos, ya no solamente de la fe cristiana, sino de la simple y mera presencia humana en el mundo, eso no hace sino revelar de un modo nuevo y más urgente aún la importancia de la recta formación filosófica. Recordemos que el sentido común y la filosofía realista son blanco preferencial de la estrategia destructora gramsciana, y que es justamente contra la noción de una “naturaleza humana” que se libra hoy día la guerra de las feministas de “género” al propulsar el aborto, la destrucción de la familia y la equiparación de la homosexualidad con el matrimonio, por ejemplo.

Pues bien, tampoco a nivel filosófico ha sido del todo excelente el desempeño de la comunidad cristiana en los últimos decenios. En muchos ambientes se entendió la renovación propuesta por el Concilio Vaticano II como excusa para el abandono puro y simple de la formación filosófica, sustituida por las “ciencias humanas”, como la sociología o la psicología. En otros, se optó por dar “vía libre” a cualquier corriente filosófica en la formación de los aspirantes al sacerdocio. Se generalizó la actitud crítica y de rechazo hacia la filosofía tradicional de la Iglesia, a pesar de las continuadas recomendaciones y advertencias del Magisterio. La consecuencia de todo esto sólo ha podido ser una inseguridad básica en los mismos fundamentos intelectuales sobre los que luego se pretende construir la visión teológica de la realidad. El líquido toma la forma del recipiente, y aquí los recipientes han estado muchas veces llenos de agujeros. La consecuencia de todo ello sólo puede ser una presencia católica dubitativa, insegura, tímida, acomplejada, y en último término, callada, silenciosa, muda.

Y cuando no ha sido muda, muchas veces, ha prestado su voz a ideologías extrañas a la fe, precisamente porque éstas han ocupado el puesto dejado vacante por el “patrimonio filosófico perennemente válido” del que hablaba el Concilio, para convertirse en las verdaderas estructurantes mentales del pensamiento teológico. Se ha ejercido, entonces sí, la crítica sobre el “mundo”, pero no tomado en su globalidad, ni tampoco alcanzado en los fundamentos de sus errores y de sus males, precisamente porque sólo se reaccionaba ante los aspectos parciales percibidos por una visión ideológica también parcial que era a su vez expresión ella misma de la situación mundana de alejamiento de Dios.

Se puede calcular fácilmente cuál ha sido el impacto que las deficiencias en la formación filosófica han tenido sobre la teología, a nivel mundial, que no deja de influir obviamente, en nuestro medio. Se pueden comprobar fácilmente los resultados de ese cálculo hojeando libros o revistas en que se expresa el pensamiento teológico actual. Por supuesto que el panorama es variadísimo, también en calidad y en grado de fidelidad al mensaje revelado y al Magisterio que lo propone autorizadamente. Pero es preocupante e inédita hasta ahora, pensamos, la cantidad de autores, libros y artículos que simplemente no dan para nada la impresión de sintonizar con la fe de la Iglesia de todos los tiempos. Se tiene la sensación de que hay ámbitos enteros de pensamiento “eclesial” en los cuales lo que se propone es en realidad otra cosa distinta de la fe católica.

Así se explica la innegable sensación de desorientación que parece palparse en la comunidad cristiana y católica ante las alternativas del tiempo presente, que por otra parte se apoya en el mismo carácter ambiguo e indefinido de la actual coyuntura histórica. Da la sensación un poco de “sálvese quien pueda”, de que cada uno agarra para donde le parece que puede haber algo válido, en el contexto de una sociedad “post-moderna” en la cual hasta la brujería ha llegado a ser de nuevo opción a considerar para muchos ex – habitantes de la mentalidad “ilustrada”.

Se entiende por tanto cómo este contexto de pérdida de identidad de la propuesta católica ha ayudado en parte entre nosotros al éxodo de muchos ex – fieles hacia otras formas de culto religioso que han proliferado en nuestro medio, en el que ya no nos sorprende ver a verdaderas multitudes congregadas en torno a ofertas del nivel de la “umbanda” o de ciertas formas de “brujería cristiana” que han salido recientemente a luz y han logrado en materia de espacios televisivos, por ejemplo, lo que como Iglesia no hemos podido tener hasta el presente.

Por todo eso es que nos permitimos señalar que un elemento esencial de la formación doctrinal del católico montevideano ha de ser la recta y sana formación filosófica según la tradicional “filosofía perenne” que ha tenido como tal carta de ciudadanía en la Iglesia por siglos, por supuesto que en forma actualizada y en diálogo constante con los avances de las ciencias. Necesitamos criterios y lenguajes comunes, pero ni siquiera los que proporciona la fe podrían serlo, si la base humana misma de toda comunicación, ese sentido básico del ser, de la realidad, de la verdad, de los primeros principios de la razón, está arruinada o no es operante en nosotros por el influjo destructor de las ideologías de moda. En ese sentido, necesitamos también una actitud más crítica respecto de todas las corrientes filosóficas de la modernidad que partiendo de Descartes, de Hume y de Kant han puesto las bases del actual ataque al sano sentido común del ser humano y a la negación o puesta en duda de las verdades más evidentes y fundamentales de orden natural.

Y ello ha de ir acompañado, pensamos, a nivel teológico, por una renovada preocupación y vigilancia respecto de la fidelidad a la Iglesia, a su fe, a su tradición, a su Magisterio autorizado, y una atención mayor a los grandes clásicos de la teología que hoy también pueden ayudarnos a formar una síntesis del pensamiento creyente que sea capaz de orientar e iluminar en la coyuntura actual.

Que María Santísima, Virgen de los Treinta y Tres, interceda por todos nosotros para que podamos ser fieles a lo que el Señor nos pide en esta hora.

IV Sínodo Arquidiocesano de Montevideo, 2 de abril de 2005.

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